Siguiendo al geógrafo griego Estrabón en su obra Geographike entre los pueblos cántabros tenía preferencia el apellido materno sobre el paterno. La romanización aumentó el influjo del apellido paterno. Entre los visigodos, y durante la Alta Edad Media, se generaliza el sistema de utilización de un solo vocablo que actúa como nombre individual. En el siglo IX comienza a añadirse un segundo nombre, identificador de la persona, que habría de ser el origen de los apellidos. A veces era el nombre del padre (González, Sánchez, etc.) pero muchas otras veces hacía referencia a una cualidad del propio sujeto, ya fuera física (Calvo, Delgado, Moreno, etc.), ya fuera moral (Bueno, Gallardo, Valiente, etc), o a su oficio o profesión (Escribano, Carretero, Herrero, etc). Otras veces hacía alusión a frutos o vegetales (Manzano, Frutos, Robles, etc) o a animales (Cordero, Cierva, Lobo, etc.). En otras ocasiones se refería al lugar geográfico de origen o procedencia (Del Río, Del Valle, Catalán, Navarro, etc.).
A partir de la Baja Edad Media estos sobrenombres que correspondían a circunstancias personales comienzan a vincularse a cada familia y a transmitirse de generación en generación.
En el siglo XVI adquiere cierto raigambre el sistema genuino español del doble apellido, generalizándose esta tradición durante el siglo XVIII bajo la dinastía borbónica, siendo finalmente objeto de regulación específica con la creación en 1870 – en tiempos de la I República – del Registro Civil.
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